miércoles, 18 de agosto de 2010

Mujeres fatales

Una mujer fatal no se circunscribe al mero (aunque suficiente en sí mismo) reino de la carne. La fatalidad de una mujer cinematográfica requiere inteligencia además de evidentes dotes arquitectónicas, ya que como puede revisarse en cualquier película donde aparezca una, ésta posee un plan secretamente urdido para desgracia de su incauta víctima. Aunque decir víctima es decir poco de la capacidad cognoscitiva masculina cuando se le anteponen unas zigzagueantes piernas de mujer. Es lo que convierte en genial al noir con mujer fatal incluida: el incauto no lo es, sabe de antemano qué pretende la malvada sirena y qué le va a suceder si le sigue el juego. Es más, no puede decir que no; desde el momento en que ella paso a su lado, el veneno letal entro en sus venas sin antídoto posible. Y es aquí donde el cine negro traviste los roles sexuales: el macho se vuelve blandiblú y la hembra se ilumina de una lógica euclidiana. Hay que recordar que el noir nace precisamente en un momento en el que se estaba empezando a gestar en algunos países lo que hoy se reconoce como la liberación de la mujer, liberación ésta de las cadenas emocionales, culturales y económicas que en siglos atrás había tenido que soportar con la terrorífica humildad que de ellas se esperaba. La mujer fatal en el cine deviene así como una respuesta digestiva de terror masculino hacia esa nueva mujer que se estaba gestando a principios del siglo XX y que amenazaba con destronar al rey de su patriarcado ancestral. No hay que olvidar que la atracción que ejerce la femme fatale sobre los hombres y la envidia inconsciente que provoca en sus contemporáneas hace de este espécimen mitológico un arma políticamente incorrecta para la sociedad acomodada en los valores tradicionales de la familia y el trabajo.

Pero dejemos a un lado las elucubraciones sociológicas y entremos de una vez en la materia fetichista del asunto, que es lo que nos interesa (por lo menos a mí) y lo que desprende más feromonas. Como se trata de un asunto en el que el gusto manda con implacable ferocidad, es de justicia reconocer que nunca nos pondremos de acuerdo ni tenemos porqué acerca de cuál y en qué grado o ranking situamos a una mujer como fatal. En mi opinión de modesto fetichista, me quedo con las femmes del noir clásico, aunque añadiendo varias guindas vivas que despiertan mi hambre y mi admiración.

De entre las leyendas inmortales destacaría –sin sorprender a nadie que no posea un cierto sentido común- a la demoledora Phyllis en Perdición (1944), de Billy Wilder. Estoy hablando, por supuesto, de la Stanwyck, “la Reina”. La verdad es que si la miro como se mira a un bicho en clase de biología no es que sea un bellezón –ninguna mujer fatal es chica de calendario-; más bien es feota, respingona, con cara de vieja resabida, contestona y mala leche. Pero cuando camina, habla o mira a los ojos, eso es otra cosa. El cine suele transformar lo que la naturaleza nos ha robado, gracias al Dios Lumiere. A la Stanwyck le pasa lo que a la Hepburn -Catalina, por supuesto, no la virginal Audrey-, pero sin capacidad de atraer siquiera a un adolescente; ambas son del montón, pero el carisma las salva de ser escupidas por la cámara. La combinación Wilder-Stanwyck-Chandler hizo nacer el noir para nosotros en su más clásica concepción (chica mala, mala, chico locamente enamorado y fiambre seguro), y la jugada supo a gloria. Y el verbo de Chandler (el guionista, para los desinformados, bajo la novela de Cain, Double Indemnity) se hizo carne en Stanwyck gracias al ojo divino de Wilder. Por cierto, Robinson está extrañamente –recordemos que es prototipo de malvado- estupendo de marido mancillado.


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